sábado, 16 de enero de 2016

Las cosas de la vida


Es difícil encontrar personas que leen y menos las que hacen deporte. Este no es el caso de Manuel, que con cincuenta años y jubilado, es un asiduo trotador en la plaza 28 de Julio. Todos los días excepto domingo, sale muy temprano para correr.
Hace tiempos, la plaza estaba bien cuidada; deportistas acompañaban sus mañanas. Pero ahora sólo se podía apreciar gente extraña y dudosa, que habían hecho su palacio. Las palomas que adornaban las mañanas se habían ahuyentado, nadie sabe porqué. No era la misma, con ese olor a frescura que emanaban las flores y los árboles de antaño.
Aunque Manuel percibía una pensión mísera, el trotar lo hacía feliz. Su esposa asistía todos los días a la iglesia para rezar el Santo Rosario; procurando pedir bendiciones para su única hija que estaba en el extranjero y para su esposo, que últimamente no hacía más que leer y trotar. Había días que no volvía, sino hasta la tarde a su hogar porque ayudaba al párroco.
Está amaneciendo, ronquidos ensordecedores parecen muy extraños a Manuel, miró al costado, era su esposa que no había ido a la iglesia y que dormía plácidamente. Trató nuevamente de encontrar sueño, pero la mujer seguía en sus ronquidos. Aturdido, decidió ir más temprano que de costumbre a la plaza.
Ante el nuevo día que se presentaba oscuro y friolento, llegó a la plaza que estaba desolada. Los árboles cargados de parinari susurraban: vete…vete…vete…De todas maneras se sentó en una banca esperando que todo se calmara. De pronto sintió algo que molestaba su zapatilla, que con el correr de las horas, eso que le estorbaba, en el futuro solucionaría un gran problema.
El objeto que molestaba era nada menos que un anillo de oro, adornado con una palomita y que tenía en el reverso el nombre de Gabriel. Prenda muy preciada para que alguien la perdiera. De repente una luz diáfana se posó entre los árboles, quiso mirarlo pero ya no pudo. Volvió la cara y tenía en frente a una persona. Tímidos iniciaron un dialogo:
-       Buenos días señor –saludó el aparecido.

-       Buenos días –respondió, escondiendo el anillo.

-       He bajado hasta aquí…

-       ¿Cómo?

-       Haber  siéntate y cuéntame cómo es eso.

-       Gracias –dijo el aparecido.
El aparecido parecía un mendicante, pero eso ya no importaba. Juan dijo llamarse y largo rato conversaron, sin saber hasta ahora como recuperar su anillo. De pronto su corazón tuvo un mal presentimiento, en los ojos de Manuel veía una desgracia, desistió en recuperar su anillo, a él le serviría más. Se despidieron con un fuerte apretón de manos.
Juan desapareció en  el aire. Manuel deslumbrado con la joya no vio nada. Tuvo mejor idea que regalar el anillo a su esposa. Regresó emocionado y temeroso a casa, quería contar su historia pero no había nadie. Se sentó a lado de la puerta a esperar, y encontró un sobre de carta que parecía una notificación. La abrió e indicaba: embargo de la casa en un plazo máximo de veinticuatro horas por deuda con el banco. Ante la evidente desgracia su única opción era vender el anillo. Y lo hizo.
Una mañana reflexionaba lo sucedido: la plaza desolada, un mendigo que “ha bajado” y  que buscaba algo, una deuda en el banco... Pero igual gracias al anillo pudo pagar cierta parte de la deuda con el banco.
Desde ese día, Manuel dejó de acudir a la plaza por temor de encontrar al dueño del anillo, entonces se puso a leer. Pasaron varios meses y a tanta lectura que se aburrió. Fue así que soñaba con tener un día inolvidable.
Viernes once de setiembre, Manuel decide volver a sus trotes matutinos. De tiempos volvía a ejercitar sus arrugados músculos, olvidándose lo sucedido hace tiempos. Cansado se sentó en la banca, en la que alguna vez había encontrado el anillo “salvador”
Juan, que en realidad era un ángel, estaba entusiasmado en volver a verlo. Decidió bajar convertido en un mendigo, para ver si aquel hombre  lo recordaría. Se le apareció y pidió un par de monedas para comer, pero Manuel no lo reconoció y comenzó a insultarlo para que no lo moleste. Frente a la negativa, el ángel se retiró muy apenado.
La actitud le chocó bastante y lo dejó decaído espiritualmente. Empezó a caminar por las calles de Iquitos como sonámbulo, sin percatarse que los vehículos venían a gran velocidad. Entre la calle Tacna y Brasil venía un motocarro como un rayo, justamente cuando Gabriel cruzaba la pista y en pocos segundos fue arrollado por un imprudente. Gabriel estaba tirado en la pista pero ya su alma había ascendido.
Las palabras subidas de tono que dijo al mendigo alteraron a Manuel y decidió volver a casa. A su regreso vio a personas aglomeradas en el lugar del accidente. Se dio cuenta que era el mendigo que había insultado. La policía recién llegaba a constatar el hecho. Un Radio Patrulla informaba el hecho a la central policial.
En esos precisos instantes los noticieros de todos los canales informaban al mundo una  noticia fatídica: Atentado terrorista en EE.UU había producido la caída de unas torres, dejando como saldo muertos y heridos.
Manuel seguía estupefacto, aquel mendigo tirado le causaba una tristeza enorme. El ángel desde arriba veía acongojado a su amigo, para no verlo así, con sus poderes dibujó una sonrisa angelical en el rostro del hombre arrollado. Él vio la sonrisa, no la de un hombre sino la de un ángel. Recordó el anillo. La felicidad comenzó a fluir, lleno de lágrimas comenzó a llorar, y una voz amiga desde lo alto acompañaba a un hombre arrepentido. ¡No está muerto! –gritaba. 
Los peatones sin dar importancia al loco que gritaba, se agolparon  a las ventanas para ver asombrados en los televisores la caída de las llamadas “Torres gemelas”, un hecho que jamás olvidarían.
Lleno de felicidad, Manuel continuó su camino entre edificios que caían y una sonrisa que jamás olvidaría, la de Gabriel, su protector, el ángel que alguna vez le ayudó y que él, sin saber, alguna vez despreció.

Hace un calor incesante, son casi once de la mañana, es mes de la primavera y el día de una gran tragedia. Los vehículos siguen transitando, Iquitos sigue igual de bullicioso, como si en Nueva York y en la vida de Manuel, nada ocurriese.

Alberto ACOSTA Prada